María y nosotros: Asunta al Cielo

María y nosotros: Asunta al Cielo

Autor: Padre Ángel Strada.


El mismo proceso de vivencia y reflexión creyente de la Iglesia sobre el inicio de la existencia de María se repite con respecto a la culminación de su vida. Aquí nuevamente el centro vital del proceso es la posición única que ocupa María en todo plan de la salvación. Su elección para ser Madre virginal y asociada permanente de Cristo en la redención del mundo, así  como marcó el comienzo y el desarrollo de su peregrinación terrena, debía marcar también el final de la misma.

Ninguna etapa de su vida podía dejar de recibir el influjo del sentido fundamental que Dios otorgó a su persona y que ella aceptó y realizó libremente.

Las Escrituras guardan un silencio absoluto sobre las alternativas de los últimos años de María. Ignoramos el lugar donde vivió, cuáles fueron sus ocupaciones y compañías, cuándo y cómo terminó su vida terrenal. Pero este silencio no nos deja en la ignorancia total sobre la culminación de la vida de María en su significación para nuestra fe. La Biblia ya nos ha revelado suficientemente los datos centrales de su  existencia y el puesto que le ha sido concedido en la salvación.

Consecuentemente con esa revelación, en la explicación y desarrollo de la misma, la Iglesia afirma que es verdad de fe la asunción de María a los cielos en cuerpo y alma. El dogma sostiene, por lo tanto, que María ya se encuentra en aquel estado de glorificación total propia de los justos después de la resurrección final. 

En el documento de Pío XII del año 1950 decretando esta realidad como verdad revelada, se menciona que desde el siglo II en la teología patrística se considera a María, la nueva Eva, estrechamente unida a Cristo, el nuevo Adán, en la lucha contra el demonio. 

Poco antes de la declaración dogmática, Pío XII recibió de los obispos del mundo entero una respuesta positiva y casi absolutamente unánime a su consulta de mayo de 1946 sobre si ellos, su clero y su pueblo creían en la Asunción de María y consideraban conveniente su declaración como verdad revelada. El 1º de noviembre de 1950, Pío XII la definió solemnemente: “Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.”

La glorificación anticipada

Pero el dogma de la Asunción no se centra en el final de la vida terrena de María, sino en su nuevo modo de existencia. Ella existe ahora en toda su realidad humana –en cuerpo y en alma- en un estado de glorificación plena, anticipando  así aquella situación de los justos después de la resurrección final. Lo más específico del dogma es, por consiguiente, la glorificación corporal anticipada. La Iglesia declara que María participó tan íntima y profundamente en la obra de la redención, que le ha sido concedida desde ahora aquella resurrección final de la carne prometida a los justos. Lo que para nosotros es objeto de esperanza, para ella es realidad experimentada.

María fue “dada” por el Padre a Cristo, le fue confiada como Madre y compañera. Nadie creyó ni vivió con mayor hondura y claridad al Hijo y su misión. Es de suponer, entonces, que Jesús realiza en ella completa y plenamente el encargo dado por el Padre: la resurrección final y que lo haga anticipando la glorificación corporal.

Cristo obró la salvación integral del hombre y del cosmos. Él no redime “almas”, sino al hombre en su realidad total y extiende esa redención a toda la creación.

La realidad corporal recibe, por lo mismo, un nuevo sentido. La materia está incorporada a la renovación operada por Cristo. 

El hombre redimido, más allá de la muerte, está llamado a compartir para siempre la vida de Cristo resucitado. Es el hombre concreto – cuerpo y alma- el invitado a participar en el banquete que el Padre prepara para sus hijos. Esto se realiza en la Virgen asunta a los cielos, quien participa plenamente de los frutos de la Resurrección de Jesús. Es muestra vigorosa de la eficacia de la gracia, que alcanza también a la realidad material del cuerpo.

Pero este don posee también una significación para nosotros. María nos está recordando el fin último de nuestra vida y cuáles son las fuerzas para alcanzarlo. Peregrinando en comunión con Cristo, participando de su misterio pascual, estamos llamados a ser ciudadanos del cielo. Hacia el Padre va nuestro camino.

La glorificación corporal de María ilumina, además, el sentido del cuerpo humano. Invita a valorarlo en su dignidad y función como expresión del espíritu, medio de comunicación con la realidad y habitación de la Trinidad. El olvido o desprecio de esta dignidad conduce a una vivencia desencarnada del cristianismo. El cuerpo humano está llamado a ser santo y participará en la resurrección final. El cielo ya está habitado por los cuerpos gloriosos de Cristo y de María.

Reina victoriosa

La Asunción a los cielos significa para María un nuevo modo de existencia en cuerpo y alma; ella goza para siempre de la visión beatífica. Esto implica simultáneamente una mayor presencia y posibilidad de acción en el mundo. De allí que el Vaticano II afirme que María fue “enaltecida por el Señor como Reina del universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap. 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte”. El Concilio reasume así múltiples declaraciones del Magisterio y una tradición de siglos en la teología, la liturgia y la fe del pueblo cristiano. Proclamar Reina a María es proclamar otro don recibido por su participación en la obra redentora.


Padre Ángel Strada
María y Nosotros
Editorial Claretiana