¡En el Espíritu Santo!

¡En el Espíritu Santo!

Autor:   P. Adolfo Luciano Losada

Tú, Dios Padre, por amor
te das a tu Hijo totalmente,
en el Espíritu Santo
para eterno gozo

Hacia el Padre, Nro.35.

“En el Espíritu Santo”, sí. Sin Él no conocemos el amor de Dios y nuestra Fe queda reducida a un bello conjunto de ideas e ideales, nuestra Iglesia, nuestro movimiento, son solo unas organizaciones más.

Sólo en el Espíritu Santo, sumergidos en Él y llenos de Él, participamos del eterno gozo que tiene Jesús como Hijo y que ha querido compartirlo con nosotros: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes y ese gozo sea perfecto” (Jn 15,11).

Qué experimentaron en Pentecostés los apóstoles, sino el gozo de ser hijos. Tuvieron una experiencia desbordante del amor con el que el Padre resucitó a Jesús. No sólo la idea de ser hijos, sino el gozo de serlo. Sin esto nuestra vida cristiana se va volviendo una mera caricatura. Consciente de esto el Padre Kentenich llama al Espíritu Santo Alma de mi alma, Sol resplandeciente del Tabor, Espíritu de Santidad.

Es por esto que siempre necesitamos un Pentecostés en nuestra vida, un bautismo en el Espíritu Santo que venga en ayuda de nuestra naturaleza herida. Que nos salve de la inconstancia que nos hace caer en un voluntarismo ciego y estéril. Este peso también lo sintieron los apóstoles, aun cuando habían compartido las palabras y los milagros de Jesús, aun cuando vieron a Jesús resucitado estaban llenos de dudas y temores. Será la persona del Espíritu Santo quien los llevará a la verdad completa, es decir, a una comprensión perfecta del misterio de Jesús resucitado que vive y actúa en ellos como fruto de la Pascua. Así entendemos el pedido del Padre Kentenich en el rosario del instrumento: “En medio de los apóstoles con tu poderosa intercesión imploras la prometida irrupción del Espíritu Santo por la cual fueron transformados débiles hombres…” (Hacia el Padre Nro. 353).

Sí, el Espíritu cambia nuestra forma, nos regala la forma del Hijo resucitado, su resplandor, la belleza de su libertad filial que nos capacita para amar sin temor ni medida. Los apóstoles transformados por el Espíritu Santo viven ese amor fuerte, digno, sencillo y bondadoso como el de María. La efusión de Pentecostés les permite ser testigos elocuentes de la verdad acompañados de signos y prodigios, señal de que la cruz contiene el poder para vencer el mal y el pecado. Después de Pentecostés no hay más melancolía en los apóstoles, aun en medio de pruebas y sufrimientos una profunda alegría se ha instalado en sus corazones que, como prometió Jesús, nadie les podrá quitar.


El Santuario, nuestro Cenáculo

A esta altura, ciertamente deseosos de esta gracia tan necesaria en nuestros tiempos difíciles, nos preguntamos: ¿Dónde podremos encontrar nuestro Pentecostés? Nosotros conocemos nuestro Cenáculo: el Santuario de nuestra Madre Tres veces Admirable de Schoenstatt, su mismo Corazón Inmaculado es el lugar del Espíritu. Ella estaba en Pentecostés en medio de los apóstoles como garante de que, lo que ocurriera allí, fuera lo mismo que le ocurrió a Ella en la Anunciación, en la Visitación y en las Bodas de Caná. El Espíritu Santo y Ella saben cómo formar al Hijo del Padre en nosotros y como llevar el anuncio del gozo de su presencia en nuestra vida. Por eso la Virgen está allí implorando y atrayendo “irresistiblemente” al Espíritu, del cual es instrumento perfecto. Nosotros podríamos decir que Ella le hace “suave violencia” al Espíritu para que derrame sobre los apóstoles las mismas gracias que Ella posee en plenitud.

Por eso vamos al Santuario tantas veces, para ser transformados mediante el Espíritu en hijos amados, hombres nuevos, embriagados con el vino nuevo del Espíritu, con la libertad filial que tienen los que nacen del Espíritu y con el fuego amoroso que nos convierte en casa de la Trinidad para tantos que sufren el miedo y la orfandad. Con la misma fuerza que Ella fue conducida a la casa de Isabel, somos enviados como otras Marías que con solo saludar llenemos de alegría y consuelo la vida de los que nos salen al encuentro. Instrumentos del Espíritu y María que no tememos pronunciar el nombre de Jesús en cualquier lugar, para vencer con el fuego divino el dolor y la muerte.

El Espíritu Santo por medio de María nos conceda una lengua nueva para alabar las maravillas del Señor y anunciar la Salvación a los hermanos. Gracia del envío apostólico para unir a los hombres a Jesús y al Padre en el Espíritu.

Esperamos pues, el milagro de Pentecostés que transforma moderadamente nuestra alma. Hemos adquirido el conocimiento de muchas cosas, pero ¿se entusiasma nuestro corazón por estos valores? Esperamos que, año a año, el Espíritu Santo renueve, encarne, realice de algún modo en nosotros el milagro de Pentecostés de manera que, al final de nuestra vida, hayamos llegado realmente a que la eternidad sea una continuación acorde de esta temporalidad, a que la visión beatifica sea una continuación orgánica del grado de vida divina alcanzado aquí en la tierra con la ayuda del Espíritu Santo. Solo en la medida en que el alma se exponga sin inhibiciones al Espíritu Santo puede esperar la paz perfecta, el estar pacificada y cobijada interiormente en Dios. (P. Kentenich, texto tomado del Espíritu Santo y el reino de la paz, 1930, p 357).