Día de todos los difuntos

Día de todos los difuntos

Autor: P. Ludovico Tedeschi

Recuerdo que mamá, nacida en Italia, iba casi todas las semanas al cementerio para cambiar las flores en la tumba de mi padre. Rezaba junto al ataúd, que estaba en una bóveda familiar, y le daba un beso al despedirse. También recuerdo cuando era joven seminarista en Alemania que, al salir de la misa dominical, la gente del pueblo pasaba por el cementerio, que estaba ubicado al lado de la iglesia. En las tumbas cubiertas de flores encendían una vela, acompañando el gesto con una breve oración. Niños y adultos convivían con sus difuntos, y el domingo celebraban que Cristo venció la muerte. Nuestra cultura actual hace desaparecer los signos y rituales, y con ellos desaparece su significado. Cada vez se reza y se visita menos a nuestros queridos difuntos.

La comunión de los santos nos habla de una unidad entre el cielo y la tierra. Los católicos creemos que nuestra oración por ellos es una muestra de amor para que vivan plenamente en el cielo, y no nos queda ninguna duda de que ellos nos ayudan en nuestro camino terrenal.

Nuestra cultura actual, en cambio, resalta la fiesta de Halloween, con signos violentos y llenos de horror, oscureciendo las otras dos festividades religiosas y restando importancia al “triduo” que conmemora la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado.

Siguiendo la premisa de San Ireneo de que “lo que no se integra no se redime”, la Iglesia había incorporado costumbres paganas romanas y celtas que utilizaban disfraces, calabazas y otras imágenes para expresar, en una festividad, la relación con las almas de los difuntos. Había en Europa, antes de la llegada del protestantismo, un Halloween tradicional católico. Algo similar es lo que la Iglesia hizo con el Martes de Carnaval antes del Miércoles de Ceniza. El gran problema surge cuando Carnaval y Halloween se separan del mensaje salvífico que deseaban preceder: Cristo padeció, murió y resucitó para destruir el pecado y la muerte, y vive en medio nuestro regalándonos su amor. Por eso los cristianos enfrentamos la vida con confianza y alegría, y no tememos a la muerte. La vida no se acaba, se transforma.

Nuestro desafío cultural es volver a recrear en estos días las antiguas tradiciones católicas de devoción y crear otras que restauren el sentido original de este “triduo”. Es un desafío, no menor, para padres y abuelos.