María y nosotros II

María y nosotros II

Hoy 13 de mayo celebramos a Nuestra Señora de Fátima. Celebración especial que se enmarca en el Año Jubilar Mariano y que nos invita a reflexionar en torno a la figura de María.

Como ya hicimos durante el mes de abril, compartimos fragmentos del libro “María y nosotros”, del Padre Ángel Strada, un clásico que no pierde vigencia.

María, modelo de dignidad femenina

En íntima unión con la realidad esencial –Cristo y su Iglesia-, surge la figura de María como aporte valioso e ineludible para la plena promoción de la persona humana. La explicitación de este aporte no es un agregado sin importancia, una especie de apéndice optativo, sino que la dimensión antropológica pertenece esencialmente a la teología y espiritualidad marianas. La renovación mariana –exigencia de la hora actual- se juega en buena medida es este campo de la conexión de María con las realidades de nuestro mundo.

Uno de los fenómenos más característicos de nuestra época es justamente la promoción de la mujer. El signo externo está dado por su ingreso masivo en todos los ámbitos de la vida pública y los nuevos enfoques en su vida privada. Pero esto denota y surge de un profundo cambio de mentalidad. Juan XXIII –quien hace más de cincuenta años ya consideraba la promoción femenina como uno de los tres grandes “signos de los tiempos” de nuestra época- describe certeramente este cambio: “En la mujer se hace cada vez más clara y operante la conciencia de la propia dignidad. Sabe ella que no puede ser considerada y tratada como un instrumento; exige ser considerada como persona, en paridad de derechos y obligaciones con el hombre, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública.”

La nueva situación y la nueva mentalidad encuentran una gran acogida en la Iglesia, quien quiere favorecerlas y alternarlas: “Estamos plenamente convencidos de que la participación de las mujeres en los diversos niveles de la vida social se debe no sólo reconocer, sino también promover y, sobre todo, estimar cordialmente, y en este camino queda sin duda mucho aún por recorrer.”

Tal promoción encuentra, de hecho, serios obstáculos en vastos sectores de la vida social y en muchos países subsisten situaciones de marginación, de injusticia y de insuficiente valoración.3 Pero más allá de esos problemas subsiste –tanto en la mujer como el varón- una cierta perplejidad y confusión frente a la nueva situación.

Se habla, con razón, de una “crisis de identidad femenina”, provocada por el desajuste, los desbordes y la reubicación en este proceso tan acelerado y profundo. A los componentes individuales  del proceso debemos agregar los sociales, y éstos ocasionan no pocas veces que la crisis se plantee en término de conflicto. Porque es innegable que vivimos en una cultura masculinizada, no sólo por el gran dominio del varón en muchos sectores de la vida, sino sobre todo porque los criterios de valoración son netamente masculinos: la eficacia, el poder, la fuerza, el éxito, las cosas más que a las personas, el tener más que el ser… Nuestra cultura –marcada por la ciencia y la técnica- tiende a asfixiar o relegar los valores de signo femenino.

María, cumbre y plenitud

En el Nuevo Testamento la dignidad femenina alcanza plena vigencia. La actitud personal de Cristo contrasta con la de su ambiente y marca una ruptura voluntaria y valiente. Es así como proclama la igualdad de derechos y deberes en el vínculo matrimonial; manifiesta la inexistencia de una doble moral y, por lo mismo, las faltas de la mujer no merecen condena mayor que las del varón; hay mujeres que lo acompañan en su ministerio; conversa públicamente con la samaritana; las mujeres son las encargadas de llevar primicias del mensaje pascual a los discípulos.

Donde la revelación de la dignidad femenina  alcanza su máxima cumbre es en la persona de María. Dios compendió en ella toda la grandeza y toda la belleza de la mujer ideal. Y Dios de ninguna mujer en la historia recibe una respuesta más plena a su amor. En María el ideal de mujer no es una cosa abstracta, una construcción artificiosa, una meta inalcanzable. Desde María este ideal posee toda la autenticidad de una existencia concreta, de una persona que realizó para siempre y en plenitud el pensamiento eterno de dios sobre la mujer.

A la luz de la persona de María y en la fuerza de su ejemplo es posible comprender y vivir la vocación de la mujer según el corazón de Dios. Sin María es imposible dar una respuesta evangélica al gran “signo de los tiempos” de la promoción de la mujer. Pero esto exige el redescubrimiento de la figura de María en sus rasgos más profundos y en su adecuación a la nueva posición y mentalidad de la mujer contemporánea.

De hecho en muchas formas de presentación y devoción marianas subyace una imagen de mujer poco acorde con nuestro tiempo. Para tal imagen el lugar único y exclusivo de la mujer lo constituyen el hogar y los hijos; las virtudes femeninas más ensalzadas son la modestia, la humildad, la suavidad, el silencio; su aporte está centrado en los sentimientos y e el dominio de lo doméstico. Esta imagen –que contiene elementos válidos- es unilateral y al colocar a María dentro de sus estrechos márgenes permite que ella pierda importancia para la mujer moderna, situada en otra perspectiva.

El Papa Pablo VI lo plantea en forma clara y certera: “Se observa, en efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en la condiciones de la mujer… Deriva de ahí para algunos una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida –se dice- resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el hombre contemporáneo está llamado a actuar.”14 

El Papa continúa afirmando que María ha sido propuesta a la imitación de los fieles “no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes”, sino porque “fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: la cual tiene valor universal y permanente”.

Podemos afirmar que de un modo particular María es modelo para la mujer porque la gracia no suprime las realidades de la naturaleza, sino que las asume y eleva, pero su mensaje posee vigencia igualmente para el varón. La figura de María posee valor universal porque no tiene vigencia solamente para el sexo femenino. Ella es modelo de humanidad redimida, sea varón o mujer. Su ejemplo y su acción trascienden individualidades y alcanzan de lleno a la persona humana. 

Existe una nítida sintonía entre la figura de María –la del Evangelio- y las expectativas, progresos y anhelos de la mujer actual. Porque en el centro del sentimiento vital de esta mujer está la conciencia de ser sujeto de su propio destino y la voluntad de participación activa en el momento histórico. Por eso reacciona –con razón- contra todo intento de marginación y de reducción a un rol pasivo y secundario. Precisamente esta mujer con vocación de protagonista y no de espectadora “contemplará con íntima alegría a María que, puesta en diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable no a la solución de un problema contingente, sino a la obra de los siglos, como se ha llamado justamente a la encarnación del Verbo”.


Padre Ángel Strada
María y Nosotros
Editorial Claretiana, 1981