La oración, punto de encuentro

La oración, punto de encuentro

Autor: Hugo Barbero, Federación de Familias, Mar del Plata

Ni el silencio ni la quietud son la oración en sí misma o al menos no son su esencia. Pero ambos crean la atmósfera interior qué predispone al alma para lo verdaderamente decisivo: el encuentro.

Él y yo nos encontramos en “algún lugar”. Ese “lugar” está más allá de todo marco exterior aunque éste sea, muchas veces, un condicionante predisponente y, por lo tanto, necesario. Ese “lugar” es otro. Es ese sitio etéreo, difuso, sin domicilio fijo. Es en ese “lugar” donde reside mi yo más profundo, donde tiene su nido más íntimo mi ser y donde está oculto, en una especie de recinto sagrado, aquello que me anima. A ese lugar lo llamamos alma.

Si no hay encuentro habrá lugar para el ritualismo (no para el ritual que predispone a la unión profunda y vital, transformadora). Podemos reducir la fe a lo devocional, a lo doctrinal, a lo que marca la tradición fundada en que “siempre se hizo así”, en el formalismo sin sustancia, sin vivencia, sin pasión.

Sin encuentro habrá una piedad de prácticas, pero no una piedad de actitudes, como anhelaba nuestro Fundador (10/02/68). El cristianismo perderá así su novedad, el carácter revolucionario  y movilizador que tuviera en sus inicios. Será la religión de los satisfechos y no la de los anhelantes. Tendrán entonces razón quiénes despectivamente lo llamaron “el opio del pueblo”.

El ritual es un tiempo de quietud y silencio sustraído del mundo y reservado para Dios y para mí. En realidad es un tiempo para el actuar de Dios en mí. Eso lo transforma en un tiempo sagrado, y será agrado ya sea que tenga lugar en el templo en la intimidad de mi habitación, en la contemplación serena de la naturaleza, en el paisaje familiar y cotidiano. Donde él me busqué y donde yo, sorprendido, me deje encontrar.

En el silencio solo se percibe lo esencial. Es allí, en mi santuario más íntimo donde una voz susurrante le dice a mi alma (no a mi oído): “Te quiero tal como sos, pero también te quiero transformado, y te quiero enviado, en salida”.

Solo en ese encuentro comprenderé que no se redime lo que no se asume.

Es su voz y no la mía la sustancia de la oración. Es tu presencia la que hace a ese momento trascendente y transformador. Es su voz la que le confiere un contenido de eternidad.

Es la escucha y no el discurso lo que hace del ritual un tiempo sagrado. Un tiempo de silencio y quietud que predispone al alma a decir calladamente: “habla Señor, tu siervo escucha”.

“Que todo acontecimiento suscite en nosotros el anhelo de Dios. Para poder hacernos retornar a Su corazón, Dios nos pide esa nostalgia. Además la llamamos victoriosa. ¿Acaso no nos sentimos felices cuando tratamos con personas que sienten nostalgia de Dios? ¿Siento yo esa nostalgia? ¡Bienaventurados quienes la sientan! Porque hambre y sed del Eterno, anhelos de Dios, es ya cumplimiento, es amor de Dios, es posesión de Dios”. P. Kentenich, En las manos del Padre, p. 55.